El viejo barrio

Cuando volví a aquella casa todo el barrio había cambiado. El almacén de doña Sofía donde tantas tardes habíamos pasado conversando y donde todos y cada uno de nosotros había recibido cientos de dulces y bebidas de regalo había cerrado sus puertas hace años. Ahora ya no quedaba nada de aquello y en su lugar un edificio anunciaba la venta de sus últimos departamentos. Toda aquella esquina ahora era un edificio. No era feo, al menos era uno de esos que tenía una buena personalidad en sus líneas, pero aquella esquina tan clásica de nuestro barrio había desaparecido para siempre. Cerré los ojos unos momentos y evoqué el recuerdo de mi infancia. En toda la esquina, el mencionado almacén de nuestra querida doña Sofía. A su izquierda la mueblería de don Rolo, y luego la librería y paquetería donde compraba los lápices y cuadernos cada año. Por el otro lado del almacén hacia su derecha unas casas bajas, de paredes azules. Solíamos pararnos allí bajo el alero que nos cubría del sol en verano y de la lluvia en invierno. Luego la ferretería, la peluquería y al final la botillería. Al menos dos veces al día nos encontrábamos con otros vecinos de las cuadras aledañas en aquel paso obligado para abastecerse. El barrio giraba un poco en torno a estos negocios locales. Ahora miro y pienso que no solo van pasando los años, sino también nuestras costumbres, nuestra identidad, lo que nos reúne, lo que nos hacía una vecindad, un barrio. Los nombres y las caras se han desvanecido para dar paso a rostros vacíos, a gente desconocida que transita todo el día sin siquiera saludarse. Es natural: antes éramos 10 familias en toda la cuadra, ahora son 60 familias solo en este edificio, y en los aledaños deben ser más o menos un número similar también. Casi de manera inconsciente comencé a caminar por la calle haciendo el mismo recorrido hasta la que fuera mi casa. Me invadía la curiosidad por saber cómo se encontraría, si aún existiría. Hasta ahora solo los árboles habían sobrevivido al paso del tiempo y al cambio de aquella sección de la calle. Ahora era una cuadra con menos tierra y más cemento, más pasto, más edificios y nuevos negocios se habían instalado en la zona. Me detuve frente a la casa de Celeste, el amor de mi infancia. Su casa ya no estaba y el lugar había sido reemplazado por una lavandería. Pero afuera aún estaba aquel torcido árbol de tronco blanco donde grabamos nuestros nombres que en estos años era lo único que quedaba de lo que alguna vez fuimos. Quién sabe qué será de ella y de todos aquellos que vivíamos por esta cuadra. Continúe caminando hasta llegar a la vieja casa. Había sobrevivido aún al crecimiento y la modernidad inmobiliaria. No sé quienes vivirían en ella pero se veía distinta, aunque aún mantenía su aspecto limpio, elegante y hermoso. Me acerqué de manera inconsciente hasta la reja, donde sentí el resoplido de un perro que no había visto en el antejardín. Nos miramos en silencio, como si nos conociéramos de toda la vida, como si me dijera: qué tal va todo, se ve que extrañas este lugar que ahora es mío, no te preocupes, lo cuido bien, la gente de aquí es buena y es una casa agradable. Yo diría que nos sonreímos y fuimos cómplices de amar este pedazo de tierra donde se ha escrito una parte de nuestra historia.




- De diarios de Vida en la Ciudad - Escritos breves.

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