Aquellos veranos

Aquellos veranos parecieron quedarse en la memoria de María. Las tardes cálidas y el aire seco de enero en Ñuñoa las pasaba jugando bajo el parrón y otros varios árboles frutales. La casa era amplia y tenía un segundo piso con un balcón desde donde se apreciaba la calle arbolada desde el frontis. Amplios ventanales dejaban pasar el sol y el viento en las habitaciones, adornados con muebles de madera sobre los que se depositaba el polvo, y plantas que ocupaban los más variados maceteros de colores, mezclado con libros y pequeñas esculturas decorativas que la nona limpiaba cada mañana en una rutina implacable. Un gato solía dormir en uno de los sillones, pero María prefería jugar con los perros que generalmente la buscaban y le saltaban encima cuando ella se encontraba de lo mejor tendida sobre la hamaca y mirando el sol colarse entre las hojas mientras las uvas que ya comenzaban a reemplazar el color verde intenso por una tonalidad un poco más suave, y que mezclaba el amarillo y el rojo, evidenciaban una madurez y dulzor que no dejaba pasar al ir pellizcando por aquí y por allá los racimos que le quedaban más a la mano, mientras la nona desde la cocina la miraba y se reía porque teniendo uvas cortadas y lavadas en la mesa de la cocina, ella prefería pellizcarlas directamente desde diversas direcciones, como si aquellas fueran más deliciosas que las otras. Y así pasaban los días despertándose tarde, desayunando fruta fresca, escuchando cantar a su nona mientras cocinaba alguno de sus guisos con verdura que ella misma cortaba de la huerta mientras María se paseaba de la pieza a la hamaca, de la hamaca a la piscina, de la piscina al comedor a ver televisión, a leer un libro, del comedor al patio a andar en bicicleta y dar vueltas y vueltas al limón, a jugar y dejar que el día pase mientras la nona la llamaba cada ciertas horas a comer algo, a almorzar, a tomar once, a cenar, a bañarse y acostarse. Algunos días también venía Elizabeth (la vecina) y juntas las tardes pasaban aún más rápido. A Elizabeth le gustaba jugar con las hormigas y los otros bichos del patio, a hacer túneles en la tierra y esculturas de barro, dibujar y pintar con lápices de colores las frutas, los tomates, las plantas en las ventanas, la cordillera que se veía imponente desde la piscina, pero sobre todo le encantaba hacer marcas en las paredes y los árboles de cómo el sol se iba moviendo en el cielo de un azul intenso y con ello las sombras ocupaban sectores que antes estaban iluminados. Les gustaba particularmente ver la ropa colgada en el alambre que cruzaba el patio, con los manteles flameando con la brisa de la tarde y los perros atentos saltaban de vez en vez para intentar morderlos en el aire. Ellas reían y podían dejar pasar el tiempo simplemente recostadas a la sombra.

 - De diarios de la vida en la ciudad (escritos breves).



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