Vagabundeado

Pasé la tarde vagabundeando. A veces uno quisiera encontrarse con algún conocido para acortar las horas pero no hay casualidad que haga milagros cuando se tiene un número de amigos tan reducidos como lo es mi circulo de conocidos. Mirar vitrinas no es lo mio, y las calles no tienen mucho que ofrecer justo cuando el tiempo sobra. Quizá debería haber ido a clase y no haber hecho la cimarra, la corrida, la chancha, o como se le quiera llamar a no asistir al colegio. Además andar vagando con uniforme ya hace que te miren con desconfianza porque todos saben que a esta hora soy un punto negro en medio de una sabana blanca. Peor de males, con poco dinero en el bolsillo, me acordé de que habían abierto una librería nueva a tres calles, lo que me podía llevar cinco minutos o una hora para llegar hasta ella dependiendo con lo que me encontrara de camino al lugar. Pero así como iba la cosa, no me hacia muchas esperanzas y de seguro serían solo cinco minutos. Aunque caminé lento y mirando hacia arriba analizando las cornisas y descubriendo grietas y balcones descuidados o bañados por la caca de las palomas que son una plaga irradicable, no me tomó más de diez minutos llegar a la librería, y eso que me detuve en una esquina a mirar a la gente pasar durante lo que yo creí un buen rato. A veces pareciera que cuando a uno le sobra el tiempo, este no quiere transcurrir ni te trae momentos interesantes para no sentir que te aburres tanto que treinta segundos son como cinco minutos. Pero en la librería la cosa es distinta porque allí el tiempo es distinto: no transcurre, y sin embargo y a la vez lo que te parecieron cinco minutos en realidad fueron dos horas. Muchas veces me he pasado del almuerzo y la merienda adentro de estos santuarios (o paraísos) sin sentir hambre ni sed. Otras veces (las menos) los lugares son un lio de libros y laberintos de estantes que te piden que te lleves un libro escondido entre tus cosas. Es cierto, te dicen que los lleves contigo, que los salves del aburrimiento de aquel lugar, de su confinamiento solitario y olvidado. No me enorgullezco de ello, pero robar libros es la única manera que alguien sin dinero como yo acceda a ellos. El problema es que no puedes robarle a los libreros que te caen bien, aquellos que conoces y que sabes que a duras penas mantienen su negocio. Así que robar un lugar nuevo es siempre tranquilizador en ese aspecto. Al llegar el lugar estaba bueno, y quiero decir con bueno, que tenía magia. Desde la vitrina que te invitaba a mirarla y a pasar al interior, hasta la distribución de sillones, mesas, sillas estantes, cuadros y otras sutilezas que me fueron fascinando una a una, como si cada sector fuera en si una aventura y un descubrimiento grato. Tenía bastante gente y un suave aroma a café se mezclaba con el aroma a libros nuevos. Respiré profundo y me llené de esos aromas, de ese momento. Este debía ser el primer café literario de la zona, y el único de la ciudad que era tan acogedor. Todo en sí era una experiencia en ese lugar. La música era de un jazz de Rayuela, el libro de Cortazar. Suspiré profundo: si quería robar un libro debía hacerlo ahora ya, antes que mis emociones se mezclaran con la magia del lugar y no pudiera. He robado a lo menos un libro de cada librería de la ciudad y esta había que inaugurarla. Abrí los ojos y recorrí los estantes para fijar un objetivo. Entonces un hombre me habló justo desde detrás mío: hay un libro y un café esperándote en una mesa. Me giré con un rostro que debía gritar mi sorpresa ante esas palabras, ya que me dijo todavía sin mirarme, ojeando un libro grande y gordo que si había faltado al colegio para meterme a una librería, eso merecía a lo menos un café y un buen libro de recompensa, y en cierta medida tenía razón, porque los muchachos de mi edad (aquellos que estábamos cerca de terminar la época escolar para entrar al mundo laboral o universitario) no dejaban de ir a clases para entrar en librerías sino para hacer cualquier otra cosa como revolcarse en el pasto de alguna plaza con otra estudiante, fumar, o no hacer nada. Es cierto que mis motivos para estar allí podían ser algo cuestionables, pero en el fondo era para poder leer sin tener que comprar un libro. Sin levantar la vista aún de su libro me hizo un gesto con la cabeza para que me adelantara hasta el fondo donde me esperaba la mesa, el café y el libro. Yo aún debía tener los ojos abiertos casi en su totalidad en un inequívoco gesto de sorpresa, porque otras personas me miraron y se sonrieron. Me senté todavía sin creerlo y comencé a ojear aquel libro y a probar el café, el cual tenía un toque de chocolate que se iba derritiendo aún y que terminó por desarmarme por completo. Ya no podía robar nada de ese lugar. El libro era de Julio Ramón Ribeyro, uno de los mejores cuentistas Peruanos de los cincuenta o algo así. El libro era una edición de Bolsillo de Prosas Apátridas. Yo no lo sabía entonces, pero aquel día cambiaría mi vida y me volvería en un Ribeyriano ávido. Pero el país no estaba alineado con la narrativa peruana de Rybeiro. Habían libros de Vargas Llosa, Cesar Vallejos e incluso de José María Arguedas, pero de Julio Ramón nada, lo que me llevó a hacer de mis cimarras y de mis vagabundeos una búsqueda implacable por las librerías de la ciudad de sus libros. Pero siempre terminaba volviendo a aquella librería, único lugar donde este y otros autores cobraban vida.



- (de diarios de vida en la ciudad, escritos breves)



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