Visuales destrozadas
Los árboles dicen mucho de las ciudades. La voz era algo cansada, yo diría incluso rugosa como su piel marcada por el paso de los años. Ensimismado en la lectura no lo vi ni sentí cuando se había sentado en la banca a mi lado, sintiendo el viento de la tarde en aquel parque. Tal como comenzó a hablar continuó, quizá meditando en voz alta o hablándome a mi. Mendoza por ejemplo demuestra un amor por la belleza y el cuidado armónico en la difícil relación entre la calle, la edificación, el árbol, el alumbrado público y el transeúnte cotidiano. No se parece en nada a las calles de nuestras ciudades donde el encargado de la poda de los mismos destroza las ramas en beneficio de telarañas negras que transportan luz y telecomunicaciones que se han adueñado de nuestra visual. Levantar la vista e intentar mirar el cielo o el horizonte duele. No hay armonía. Será que odiamos los árboles, o que no los valoramos. Basta con recorrer cualquier ciudad de Chile y el absurdo es el mismo: podas municipales que desmiembran sin compasión en cualquier época del año y que hacen inviable el desarrollo natural y magnifico de aquel que está destinado a embellecer el paisaje, entregar sombra, ser mudo testigo de la historia cambiante de la ciudad. Simplemente destrozan cualquier intento por levantar la mirada y disfrutar del goce que entrega la perspectiva de la copa de los árboles recortados contra el cielo, contra las fachadas de edificios, o contra el largo de la calle que se pierde en el horizonte y cuyas copas entregan una reverencia uniéndose en una red que forma un túnel de hojas y con esto destrozan parte del alma de la ciudad, de la identidad ciudadana. Quizá solo por filosofía de vida debiéramos replantearnos el hacer las cosas bien, el respeto por lo que nos rodea, porque allí vivimos y desarrollamos nuestras historias de amor, de esfuerzo laboral, de sueños y frustraciones. A esa altura quería aportar algo en aquel monologo pero su voz pausada sonaba con tal belleza que me limité a asentir con la cabeza mientras un suspiro largo, profundo, renovador hinchaba su pecho para luego liberar el aire lentamente. Este parque en Santiago debe ser de los que van quedando de aquellos visionarios de hace un siglo, que proyectaron un bienestar ambiental y ciudadano inspirado en los parques de París. Quizá sean lo más parecido a Buenos Aires también. Como el tango, los que debieran cuidar y mantener los han dejado en el abandono. Y yo de tango algo sé. No me atreví a decirle que yo no, porque aunque conozco el tango nunca lo he bailado, así como nunca había pensado en los árboles como en una proyección de lo que yo mismo era y valoraba de mí y de mi civilización, de mi época, de mi entorno cívico. Algo de Borges tenía este hombre, quizá en su mirada, quizá en su bastón, quizá en su manera de reflexionar. Después de todo era cierto que incluso en la segregación social el árbol era parte clave pues no solo se les negaba construcciones de calidad a las clases sociales más vulnerables, sino también se les negaba las áreas verdes, los árboles en las calles y eso si era algo que ya habíamos hablado alguna vez con otros amigos. Me quise hacer participe con esta observación pera ya era tarde. El hombre se levantaba de su asiento y terminaba su monologo sentenciando que nada cambiará hasta que no tengamos un gran vivero que permita reponer los árboles envejecidos, moribundos, mutilados, olvidados. Ojalá con árboles nativos, hermosos, que estén adecuados a este clima y no requieran tango gasto o inversión municipal. Lo vi caminando con su paso lento, y también lo pude ver algo mutilado por nuestra propia sociedad que valora el tesoro de la juventud y desprecia la belleza de la experiencia y de lo que el tiempo inexorablemente nos da a todos.
- (de diarios de vida en la ciudad, escritos breves)
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