Banana Yoshimoto - Un viaje llamado vida


Banana Yoshimoto es la escritora japonesa más popular después de Haruki Murakami. La editorial Satori publicó uno de sus textos más inspiradores, Un viaje llamado vida, donde Yoshimoto reflexionaba acerca de diversos episodios de su vida. Aquí un ejemplo:


El Japón que encontré en Australia 

Fui a Australia a fin de recopilar material para mi nueva obra Honeymoon. En realidad, había ideado para esta novela un argumento como si deambulase por Australia; sin embargo, mientras escribía, la situación interna de Japón se volvía cada vez más insoportable, y tal vez eso me hizo centrarme en elementos tales como los jardines y las vistas de Japón. Creo que el viaje tiene sentido porque precisamente tenemos una vida diaria a la que regresar, excepto cuando uno parte por un largo tiempo. Como al final me centré en los aspectos de la vida cotidiana después del viaje, no llegué a aprovechar mis aventuras australianas en el desarrollo de la novela, pero mi estancia transcurrió en un lugar encantador. Ya que se trataba de un pequeño alojamiento, no voy a entrar en detalles (se localiza fácilmente si se busca). Era un albergue de estilo japonés en las montañas cerca de Brisbane, donde hicimos noche. El propietario era un monje que se dedicaba a elaborar washi (Papel tradicional japonés) . Y su mujer preparaba deliciosos platos japoneses a los huéspedes. Estaba rodeado por un bosque de bananos donde había serpientes y sanguijuelas, un paisaje inimaginable en Japón; pero una vez dentro, era una vivienda japonesa en todos los aspectos. Aunque las habitaciones eran de estilo occidental, estaban decoradas con libros y caligrafías japoneses, de tal manera que me pareció encontrarme en un albergue de las montañas de Nagano o Yamanashi (Son las prefecturas de la región de Chūbu, de la isla de Honshū en Japón, que es la cuna de las casas rurales por su geografía montañosa). Y, curiosamente, había un baño de madera de ciprés al aire libre que era muy de agradecer para descansar la vista y el cuerpo fatigados del agotador viaje. Mientras reposaba en el agua caliente en medio del aire limpio de las montañas, me llenó de una inmensa felicidad el hecho de ser japonesa. Hasta ese día, yo estaba en la habitación de un hotel y llevaba una vida totalmente distinta a la de Japón, y comía con tenedor y cuchillo, pero ese día en un baño al aire libre… no me parecía real. Sentí que mi cuerpo se relajaba. A fin de cuentas, comprendí que los japoneses tenemos una constitución para andar descalzos en casa, estirar el cuerpo en la bañera, y que nos sientan mejor los alimentos ligeros. Todo esto se entiende mejor cuando uno se encuentra en el extranjero. Para ir de compras es obligado bajar de la montaña y llegar a la ciudad; cuidar de una plantación de bananos y extraer las fibras de los tallos para fabricar papel es muy laborioso, y la administración de la vivienda y el mantenimiento de la bañera también debe de resultar agotador. Sin embargo, al encontrarme con la cultura japonesa en medio de aquella naturaleza salvaje, aprecié su valor como nunca antes. Y es que los japoneses poseen una sabiduría maravillosa para vivir en armonía con la naturaleza, al tiempo que no escatiman el trabajo para lograr el bienestar, y mantienen un gran espíritu y aman la belleza delicada. Los que vivían en esa casa tenían un rostro realmente lozano. Decidí que, si alguna vez vuelvo a Australia, regresaría a ese alojamiento al final del viaje para refrescarme física y mentalmente antes de volver a casa. Otra cosa que me impresionó fue el bufé de fritura. En teoría, esa cocina debía ser coreana, pero estaba preparada un tanto al azar en todo, en cuanto a los ingredientes, el modo de cocinarlos y servirlos, por lo que resultaba divertida. Consistía en que los huéspedes se ponían en fila delante de una especie de bufé de ensaladas. Pero ese bufé no era de ensaladas, sino ¡de carne! Una variedad de carne congelada de pollo, cerdo, ternera y cordero cortada en finas lonchas y amontonada en sus respectivos recipientes, de los que cada uno tomaba la cantidad que quisiera. Las verduras estaban dispuestas de la misma manera, y se aliñaban después con diversos aderezos al gusto de cada cual, como sake, sal, salsa picante, salsa de soja, vinagre, pimienta molida y salsa inglesa. Por último, se llevaba ese plato a una enorme plancha redonda debajo de la cual el fuego crepitaba con vigor. Allí estaba un joven coreano saludable y fornido, que tras verter el aceite sobre la plancha, volcó bruscamente todo el contenido del plato sobre ella, lo salteó con una larga espátula de hierro haciéndolo chisporrotear, y con el espectáculo de darle la vuelta hábilmente al salteado lo devolvió al plato. Como se podía repetir las veces que se quisiera, me divertí tanto pensando en todas las combinaciones: cordero, brotes de soja y jengibre, y después pollo, repollo con sal y sake, que al final comí demasiado. Sin embargo, en esta ocasión también reparé del todo en que era japonesa. En comparación con los australianos que me rodeaban, mi aliño era sin duda auténticamente japonés.


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