varias vidas, una vida
Ya adolescente soñaba que caminaba por las calles empedradas de Buenos Aires, y entraba a un café literario donde los libros tapizaban las paredes y los rincones, protagonistas del espacio y el tiempo mientras el aroma del ambiente que era una mezcla de hojas, tinta, granos de café, leche, medialunas y madera inundaban mis sentidos. Allí la gente entraba a su ritmo, conversaba, reía, leía, vivía, mientras yo dibujaba caricaturas y cómic, y hacia guiones para una editorial.
Otras veces que vivia en un apartamento en Paris, donde escribía poemas e historias en una libreta llena de anotaciones, justo al costado de una maquina de escribir que entregaba su propia melodía con cada golpe a sus teclas. Por las mañanas bajaba del edificio y saludaba en un idioma extranjero a la gente con que me cruzaba diciéndoles "Bonjour", y me sentaba en alguna plaza a leer y dejar pasar las horas.
También soñé / imaginé que caminaba por un puente donde pasaba un río ancestral, y donde los campos cultivados dominaban las colinas de China, mientras la gente apacible cultivaba la tierra. Recorría los caminos polvorientos de pueblo en pueblo, admirando la arquitectura de aquellas casas orientales de madera, con poco en la alforja y mucho en la mente.
Quise vivir en Italia, en alguna casona de dos pisos, con vista a los viñedos de la Toscana. El sol entraría por las tardes junto al viento cálido que mecía las cortinas, acariciando los libros desparramados en una mesa de madera que habría sobrevivido a las guerras mundiales solo para ser mi compañera de habitación, y sostener una copa de vino y las lecturas de mis tardes placenteras. Ya al anochecer saldría a caminar por el pueblo, e iría a mi restaurante donde las pastas fueran un deleite, y los gestos de las manos y los rostros fueran parte del idioma cotidiano.
Vivia en un sexto piso en Vienna, con vista al Danubio azul. Desde allí las notas de mi guitarra acompañaban las tardes, los amaneceres, y tantas otras ocasiones en que juntos veíamos llegar el verano. Por las noches los locales de Jazz y Blues eran parte de aquella mezcla de trabajo y placer que era la vida bohemia al son de la batería, el saxo, las cuerdas.
Recorría las calles de Lima, sus playas, su arquitectura incaica y moderna. Jugaba ajedrez en las plazas, conversábamos de política y de revoluciones. Leíamos a Ribeyro, a Vargas Llosa y a escritores Chilenos como Parra y Bolaño. Exponía en locales mis fotografías, donde los críticos eran salvajes e insufribles. Pero yo y mis amigos nos reíamos de todo, y vivíamos sin pensarlo dos veces.
Veía amaneceres y atardeceres en la montaña. Los Andes imponentes estaban nevados en invierno. Las calles de Providencia y Ñuñoa eran recorridas por igual entre bares, teatros, salsotecas y tanguerias. A veces íbamos al Barrio Brasil a bailar unas cuecas bravas en el Galpón Victor Jara. Otras nos íbamos de paseo por Lastarria donde pasaba algunas tardes con bibliotecarios añosos, experimentados en la vida y en los libros, para salir con nuevas lecturas bajo el brazo y recorrer sin prisa el parque forestal a tropezones por ir leyendo mientras camino.
Las calles llenas de esas hojas amarillas que recordaban el color de los taxi en Nueva York, los edificios de no más de seis pisos, el viento de la tarde que nos llevaban a los cafés donde escuchábamos canciones de Sinatra, Eliza y tantos otros. Los bares, la vida diurna y nocturna te llevaba de una vida a otra, de una conversación a otra con gente de países tan diversos como los colores de los ojos y el cabello de cada uno. Desde allí nacían las historias de las películas que filmaríamos próximamente.
y así podría seguir mezclando sueños y realidades de una vida y mil vidas que no he vivido y que si he vivido, en parte, en trozos, en sueños y realidades mezcladas.
Otras veces que vivia en un apartamento en Paris, donde escribía poemas e historias en una libreta llena de anotaciones, justo al costado de una maquina de escribir que entregaba su propia melodía con cada golpe a sus teclas. Por las mañanas bajaba del edificio y saludaba en un idioma extranjero a la gente con que me cruzaba diciéndoles "Bonjour", y me sentaba en alguna plaza a leer y dejar pasar las horas.
También soñé / imaginé que caminaba por un puente donde pasaba un río ancestral, y donde los campos cultivados dominaban las colinas de China, mientras la gente apacible cultivaba la tierra. Recorría los caminos polvorientos de pueblo en pueblo, admirando la arquitectura de aquellas casas orientales de madera, con poco en la alforja y mucho en la mente.
Quise vivir en Italia, en alguna casona de dos pisos, con vista a los viñedos de la Toscana. El sol entraría por las tardes junto al viento cálido que mecía las cortinas, acariciando los libros desparramados en una mesa de madera que habría sobrevivido a las guerras mundiales solo para ser mi compañera de habitación, y sostener una copa de vino y las lecturas de mis tardes placenteras. Ya al anochecer saldría a caminar por el pueblo, e iría a mi restaurante donde las pastas fueran un deleite, y los gestos de las manos y los rostros fueran parte del idioma cotidiano.
Vivia en un sexto piso en Vienna, con vista al Danubio azul. Desde allí las notas de mi guitarra acompañaban las tardes, los amaneceres, y tantas otras ocasiones en que juntos veíamos llegar el verano. Por las noches los locales de Jazz y Blues eran parte de aquella mezcla de trabajo y placer que era la vida bohemia al son de la batería, el saxo, las cuerdas.
Recorría las calles de Lima, sus playas, su arquitectura incaica y moderna. Jugaba ajedrez en las plazas, conversábamos de política y de revoluciones. Leíamos a Ribeyro, a Vargas Llosa y a escritores Chilenos como Parra y Bolaño. Exponía en locales mis fotografías, donde los críticos eran salvajes e insufribles. Pero yo y mis amigos nos reíamos de todo, y vivíamos sin pensarlo dos veces.
Veía amaneceres y atardeceres en la montaña. Los Andes imponentes estaban nevados en invierno. Las calles de Providencia y Ñuñoa eran recorridas por igual entre bares, teatros, salsotecas y tanguerias. A veces íbamos al Barrio Brasil a bailar unas cuecas bravas en el Galpón Victor Jara. Otras nos íbamos de paseo por Lastarria donde pasaba algunas tardes con bibliotecarios añosos, experimentados en la vida y en los libros, para salir con nuevas lecturas bajo el brazo y recorrer sin prisa el parque forestal a tropezones por ir leyendo mientras camino.
Las calles llenas de esas hojas amarillas que recordaban el color de los taxi en Nueva York, los edificios de no más de seis pisos, el viento de la tarde que nos llevaban a los cafés donde escuchábamos canciones de Sinatra, Eliza y tantos otros. Los bares, la vida diurna y nocturna te llevaba de una vida a otra, de una conversación a otra con gente de países tan diversos como los colores de los ojos y el cabello de cada uno. Desde allí nacían las historias de las películas que filmaríamos próximamente.
y así podría seguir mezclando sueños y realidades de una vida y mil vidas que no he vivido y que si he vivido, en parte, en trozos, en sueños y realidades mezcladas.
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