Un reencuentro con las raices

Tomar la ruta y adentrarse por los caminos que serpentean entre la montaña con destino a Quillota es un deleite para la vista y el paladar. Para la vista porque la flora, las aves y las casas de colores te conectan con lo que es Chile central de verdad y no esa selva de cemento llamada Santiago. Para el paladar, porque el camino está repleto de lugares para comer cosas típicas como empanadas, tortillas, aceitunas, etc.



Tan solo llegar a Til Til es recordar al guerrillero llamado Manuel y hacer una parada casi obligada para desayunar unas empanadas y beber algo que caliente la fría mañana otoñal. Entonces, unas teteras negras sobre el carbón hacen acordar días en el campo, tantos campos, en Los Angeles, en Quilpué, en Villarrica, en el valle de Elqui, y ahora en Til Til, etc.



De pronto entre vuelta y vuelta del camino ya estamos en Olmué y las calles parecen inundadas de gente de nuestra tierra: el Huaso a caballo con sus ponchos coloridos y sus sombreros de paja y de paño fino.



El día avanza y Quillota nos recibe con aires festivos. Nos acercamos al río Aconcagua y solo vemos un lecho enorme y seco, con las montañas recortadas al fondo como testigos mudos y milenarios de lo que antes fuera uno de los ríos más grandes de Chile central.



Pero todavía quedaban algunas pocas sorpresas más para maravillarnos y cuando la tarde cae, nos encontramos con una pareja de Tucuqueres en un árbol añoso y enorme. Sus siluetas se confunden con el tronco, con sus ramas, pero aún así logramos verlos y maravillarnos con su majestuosidad y belleza.



Finalmente las sombras comienzan a cubrirlo todo, y una neblina comienza a levantarse. El fogón está dispuesto y en el cielo una luna como salida de un cuento nos acompaña en un cielo que cada vez se va vistiendo más de negro y unos puntos azulados comienzan a llenar el firmamento del hemisferio Sur.





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